La búsqueda de una explicación a los fenómenos naturales que observamos, complejos e irresolubles mediante fórmulas, configuró lo que se conoce como Teoría del Caos, una disciplina que, si bien no niega el mérito de la ciencia clásica, propone un nuevo modo de estudiar la realidad.
Un ligero vistazo a nuestro alrededor advierte de la tendencia general al desorden: un cristal se rompe, el agua de un vaso se derrama... nunca ocurre al revés. Pero, contrariamente a lo que se piensa, este desorden no implica confusión. Los sistemas caóticos se caracterizan por su adaptación al cambio y, en consecuencia, por su estabilidad. Si tiramos una piedra a un río, su cauce no se ve afectado; no sucedería lo mismo si el río fuera un sistema ordenado en el que cada partícula tuviera una trayectoria fija; el orden se derrumbaría.
Entonces, ¿por qué lleva la humanidad tantos siglos sumida en el engaño del orden? El problema parte del concepto clásico de ciencia, que exige la capacidad para predecir de forma certera y precisa la evolución de un objeto dado. Un hito científico –leyes de Newton- que impuso el orden, el determinismo y la predicción en la labor investigadora y limitó los objetivos a los fenómenos que coincidieran con el patrón previo. Lo demás (turbulencias, irregularidades, etcétera) quedó relegado a la categoría de ruido, cuando ese ruido abarcaba la mayoría de lo observable. Los físicos se dedicaron - y se dedican - a descomponer sistemas complejos corrigiendo lo que no cuadraba con la esperanza de que las pequeñas oscilaciones no afectaran al resultado. Nada más lejos de la realidad.
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